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ALTEREGUMANCIA

De la alegría o la tristeza de partir.

De la alegría o la tristeza de partir.

Partimos un día en que las tardes de septiembre no dejaban de ser llovidas por un cielo que parecía estar de malas. 

Llevábamos poca cosa: unas mulas cargadas de ollas y sal marina,  un morral con dos libros eternos, tres hogazas de pan, un queso de cabra, un chocolate, un vino de mesa y un kilo de marihuana con sus semillas.  Era todo lo que quedaba ya.  Era todo lo que importaba. 

El grupo debía alcanzar los novecientos, mulas incluidas: médicos desahuciados por la injusta repartición de la piedad, sociólogos aterrorizados, empleados que huían de la esclavitud de los ficheros, escritores derrotados por un único pensamiento impuesto, cocineros que no pudieron contra tanta mesa de apuros, pintores ciegos de luz estroboscópica, abogados que nunca ganaron la pelea contra el engaño, niños que quisieron volar y ahora estaban lisiados, teólogos herejes, viudas que querían renacer sin vientre o corazón, gitanos damnificados, marinos que perdieron el derecho al mar, nómadas cuyo cielo abierto sólo alcanzaba para dos, enamorados en los días del amor prestado. 

Partimos en una procesión que daba tristeza, pero nadie lo notó.  No salimos en prensa ni nos reportaron en los programas de curiosidades.

Éramos una mota de pelos rodando en el erial de necesidades que nos rodeaba, en la mecánica ruta al trabajo, los trashumantes que habían madrugado en una mezcla de alcohol y café recalentado, con cigarrillos mal liados, maquillaje vencido y miseria en la piel.  Nos cruzamos con ellos en la estación del tren pero no nos atrevimos a invitarlos a dejar sus rutinas y venir con nosotros. Eso hubiera sido pretender que estábamos mejor que ellos, cosa que sin embargo sentíamos, en esa alegría infantil de faltar al deber.

Caminábamos viendo a ratos hacia abajo, evitando huecos y defecaciones,  a ratos hacia arriba, fijando la mirada en una nube, que parecía viajar hacia donde creíamos querer ir.

Ya no mirábamos hacia atrás.  

Caminábamos rápido y constante.  Nadie habló con nadie durante días, y  meses después todavía jugamos a alterar el revés del lenguaje y expresar sólo lo inútil para la comunicación: “Estoy desplazando mi cuerpo hacia delante, tengo los ojos abiertos y veo, mi corazón palpita, tropiezo con una piedra y me caigo, respiro, uno, respiro, dos, respiro, tres”,  y cosas así. 

La banalidad nos conectaba. Pero sobre todo no queríamos echar a perder la inmensa zozobra que nos hinchaba las velas y nos impedía echarnos a un lado del camino, a desaguarnos en llanto.

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