De la lengua del viajero

Constato que fuimos, desde el principio del viaje, verdaderamente especiales.
Caminábamos como si lo único que importara realmente fuera caminar, y después de cada colina había un valle, y después un riachuelo, y después un páramo, y después un pueblo abandonado a su suerte, y después las selvas llenas de ruinas de imperios vencidos, y después las grandes ciudades que espiábamos desde lejos, evitándolas, como evitábamos los caribes y las anacondas, las tribus de ermitaños, los fantasmas de la hecatombe.
Pero fue sólo después de haber dejado varias suelas en el camino, y haber comenzado a caminar descalzos, sólo cuando empezamos a ver el mar detrás de las colinas secas de los desiertos de cardón, fue sólo entonces (quizás por una alegría oceánica que llaman) que comenzamos a comunicarnos con el lenguaje de las flores y las musarañas, de los niños y las momias, de los enamorados y los perdidos.
Va a sonar cursi pero voy a intentar reproducirlo.
En un diálogo típico, mañanero, de la conversación más temprana cuando se está muy cansado para dormir, y te pones a colar un café en la semi-oscuridad, y le ofreces un poco a tu compañera de viaje, y le cuentas:
- Hoy amanecí con pétalos nuevos.
- ¡Ay viejo, viejito mío y de mi corazón, yo también, yo también!
- Sabes, en Marte hay flores rojas que vuelven a ser botón, y después son blancas, y después azules.
- ¡Como tú mi niño, como tú mi garañón alado, como tú! ¡Hoy me gustaría cargarte todo el camino!
- Mejor me empujas vieja, o me halas, o me llevas de la mano, mientras me cuentas por qué quisiste ser mujer
- Y tú tendrás que contarme por qué quisiste ser un hombre
- Tendría que saberlo
- Ya se te ocurrirá algo. Haz lo que yo hago: inventa.
Y así, después de repartir besos en el desayuno, volvíamos a reírnos de la pereza. Y de nuevo a caminar, sin importar el dolor de las piernas y las heridas del sol y el alma en piezas.
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