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ALTEREGUMANCIA

De los juegos para el viaje

De los juegos para el viaje

Raúl se llamaba el primero que murió en nuestro viaje.  Simplemente había desaparecido. 

Raúl era parte de nuestra comunidad anómica.  Era de los que recogía las cosas, remendaba los sacos, recolectaba frutos secos, contaba cuentos de héroes malditos y monstruos traviesos en el ruidoso círculo de la fogata de los niños, justo antes de que los obligáramos a meterse en el saco de dormir y hacer silencio. 

A mí me enseño a jugar al póquer.   Pasamos largas horas estudiándonos el rostro, tratando de descifrar las dramáticas expresiones que sugerían el bailoteo incesante de las llamas temblorosas y sus sombras. 

Más que un estudio psicológico del contrincante, terminaba siendo un estudio cosmológico.  Su rostro, el entrevisto, era solo una parte de la información.  También estaba ahí el viento que movía la llama.  Su combustión errática. Estaban los insectos que revoloteaban, unas veces sombra, otras veces dardo velludo.  O cuerpo carbonizado.  Estaban los gritos.  Los ronquidos.  El chasquido sabrosón de las parejas que retozan.  Estaba el aroma de medio cordero que quedó de la cena, y que ahora se enfriaba para los sándwich.  Y estaba el azar.  Adoraba el azar.  El rostro se le iluminaba con cada combinación, pero como se emocionaba igual por una escalera a la reina de corazón negro como por 5 cartas completamente aisladas, era difícil interpretarlo. 

Su seriedad posterior podía significar también el reto de sacar el mayor partido posible a una mano generosa como el riesgo de blofear.   

En algún momento llegamos a olvidar nuestro duelo nocturno, o quizás pasamos a integrarlo dentro de los rituales de comunicación que nos impedían olvidar de dónde veníamos y en dónde nos verían luego.  Hacía tiempo que habíamos dejado de lado los naipes, deteriorados o perdidos en los avatares del viaje, y jugábamos un póquer imaginario en el que el objetivo era compartir las combinaciones más ingeniosas, hermosas o inusitadas.

Algunos días muy acontecidos no teníamos tiempo de sentarnos a intercambiar jugadas, y desde lejos nos hacíamos señas para ilustrar la mano que nos había tocado. 

No hace falta decir que voy a extrañar muchísimo a Raúl.

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