Rousseau y la educación de los discapacitados

Juan Jacobo Rousseau era hombre de paradojas, contradicciones y escándalos.
Frecuentemente se menciona su poca sensibilidad hacia los niños, y específicamente se habla de la espartana perspectiva que manifiesta hacia la discapacidad. Rousseau consideraba que si el cuerpo no estaba en perfectas condiciones el ser humano no era útil para la sociedad, y no estaba siquiera en condición de aprovechar cualquier esfuerzo que se hiciera por educarlo, por lo que era hacerle perder el tiempo a su maestro, y por tanto "duplicar la pérdida para lo sociedad y quitarle dos hombres por uno" (Emilio).
Esta frase de Juan Jacobo resulta en nuestros días completamente escandalosa, pero quizás lo era bastante menos en su época. Aunque al ginebrino gustaba de llamar la atención, y como herramienta usaba los desplantes y las frases altisonantes, es posible que esta nos suene más fuerte a nosotros que a sus lectores de antaño.
Hogaño hemos desarrollado otra concepción alrededor de las discapacidades. Fundamentalmente porque, más allá de que una persona con discapacidad llegue o no a diseñar cohetes, a correr los 100 metros planos o a componer sinfonías, lo que realmente consideramos fundamental es que pueda llevar una vida autónoma. Que no dependa de otros, y que estos otros no puedan aprovecharse de esa dependencia para "protegerlo" en un encierro aniquilador. En última instancia que pueda decidir por sí mismo, según su gusto, potencialidad y voluntad lo que quiere hacer con su vida, exactamente como se supone que hacemos todos los demás.
Sin embargo, y dejando de lado lo políticamente correcto, Rousseau tiene razón en un sentido muy especial: sólo se puede educar a aquel que realmente lo va a aprovechar. De lo contrario, se pierde el tiempo del educador y del que reniega de la educación.
Yo diría pues que se puede aprovechar su reflexión de la siguiente forma: son los discapacitados de la voluntad los únicos que hacen que el educador pierda su tiempo.
Aquellos que no desean sentarse a estudiar. Aquellos a los que les da pereza pensar un problema. Aquellos a los que les parece tediosa la lectura. Aquellos que creen que investigar es un despilfarro de esfuerzo. Aquellos a los que la teoría les parece jerigonza, y la práctica un simulacro banal. Todos los que temen ensuciarse los codos en un escritorio, que se les quemen un poco las pestañas frente a un libro o un computador, o a los que les aburre la repetición incansable que exige toda disciplina, despilfarran el esfuerzo educativo.
Para contribuir a instaurar un círculo vicioso perverso, en el ámbito de la formación de docente pululan este tipo de inválidos. Son los estudiantes que piensan que la carrera docente es poco exigente, fácil de cursar y en la que graduarse es tan sólo un trámite. Estos infelices, después de obtener el título, piensan que el cargo docente tiene la gran ventaja de que sólo es necesario dedicarle unas pocas horas, de vez en cuando, y se obtienen beneficios socio-económicos que aunque hay que redondear, representan un buen "respaldo", una entrada segura que se alterna con otras actividades más lucrativas, a las que se les dedicará el grueso de la jornada y el esfuerzo laboral.
Estos tullidos de la moral aparecen de vez en cuando por los institutos, cumpliendo una ínfima porción del mínimo de sus deberes, y para colmo contaminan a sus estudiantes con su indiferencia y su mediocridad, reforzando en ellos la impresión de que educarse es una farsa, para la cual que no hace falta voluntad sino maña.
Creo que no es la menor de las causas de este fenómeno nuestra insistencia en la obligatoriedad de que todo el mundo reciba educación, y que el éxito en la vida solo puede alcanzarse mediante un título universitario. Desprecio disciplinario por la maravillosa diferencia de los recorridos humanos, que además genera cínicos y resentidos, porque muchas veces el ignorante y el tramposo ganan más que el que tiene un título. Educarse termina siendo un procedimiento administrativo, un título nobiliario sin garantías, y los docentes unos funcionarios grises, unos fantasmas de la corte.
Creo que la solución pasa por reconocer que el cuerpo no le pide lo mismo a cada uno, y que ha de haber gente para todo. El que no le guste estudiar pero ame el pan, que se haga panadero. Hace infinitamente mas el bien un panadero que ame su oficio que un ingeniero, un médico o un maestro cuya mayor preocupación es hacer dinero con el menor esfuerzo.
Creo que Rousseau apuntaba, entre otras cosas, hacia allí.
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Alexa -
Manuel Alejandro -