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ALTEREGUMANCIA

Educación y cultura

La desautorización de la filosofía (celebrando el Día Mundial de la Filosofía)

La desautorización de la filosofía (celebrando el Día Mundial de la Filosofía)

Una tarea filosófica ineluctable tiene que ver con escudriñar en lo que está establecido, cuestionar lo aceptado por todos, y muchas veces reivindicar lo que ha sido legado al olvido.

Es pues, un ir contra la corriente del flujo “normal” de las ideas, revisando lo que está autorizado y haciéndole preguntas incómodas a quien lo autoriza, esto es, incomodando a la autoridad.

El que detenta la autoridad siempre desea que sus afirmaciones sean tomadas como absolutos, como blancos que definen un enemigo en negro, como órdenes que deben ser aceptadas sin chistar e incluso difundidas e impuestas con pasión fanática. 

De ahí que a los autoritarios les moleste sobremanera esa actitud propiamente filosófica de matizar los extremos, de minar las certezas, de escuchar las perspectivas que perciben las cosas de forma diferente, de sólo aceptar argumentos lógicos, razonados y basados en concepciones de la realidad que puedan ser contrastadas y a su vez discutidas.

El leer filosofía, y luego el pensar y conversar desde un plano filosófico te exige autonomía, y por ello un esfuerzo real por revisar los conceptos en los que basas tus convicciones. Te exige ser capaz de comprender y ser empático con los planteamientos diferentes al tuyo, para recorrer con más amplitud las cuestiones que a todos nos importan, y buscar soluciones más densas y mejor estructuradas. Hacer filosofía consiste en cuestionarte, revisarte, buscar soluciones a lo que no te cuadra, y saber comunicarlas para continuar con el debate, de manera que otros puedan contribuir a enriquecer tus propuestas con refutaciones, o nuevas ideas. En última instancia, es voluntariamente desautorizarte a ti mismo para seguir pensando lo que ya considerabas sólido o bien elaborado.

Todo esto exige sociedades abiertas a la discusión, la confrontación, la crítica y el debate. Exige líderes bien preparados que saben que la verdad es un camino a partir del cual surgen acciones en determinado momento, y que el asegurar que ellas sean aceptables o convenientes requiere de un pensar bien estructurado y creativo.

También exige ciudadanos exigentes, que no se dejen convencer con “pan y circo” ni espejitos de colores, y que constantemente estén revisando su contribución a la sociedad, pero pidiendo a su vez que el papel de las autoridades sea el de sumarse al impacto de las contribuciones que todos podamos llegar a hacer para mejorar nuestras interrelaciones. 

No es de extrañar que la filosofía cuente cada vez con menos apoyo para garantizar su presencia en el sistema educativo, y sea ella la que termine por estar desautorizada.

¿Por qué tengo que aprender de otros?

¿Por qué tengo que aprender de otros?

Quisiera continuar aquí la discusión que empecé en el articulo anterior acerca de aquellos que consideran no tener nada que aprender de los demás. 

En esta ocasión quisiera ver el otro lado de la moneda: los que tratan de enseñar algo, pero lo hacen con la idea que son poseedores de la verdad absoluta y definitiva.

Un pensador griego de la antigüedad llamado Gorgias afirmaba que los seres humanos no entendemos nada de la realidad, y que si lográramos entender algo no podríamos expresarlo convenientemente en el lenguaje, y que sí lográramos expresarlo los demás no lograrían entender nada de lo que pudiéramos llegar a decir. 

Si Gorgias tenía razón, entonces escribir, leer y educar son actividades completamente inútiles. 

Como creo que Gorgias es un tipo respetable, yo tiendo a tomar su frase como una boutade, como una frase chocante…

Una frase que nos invita a pensar con el otro, usando sus pensamientos de trampolín, de zanco, de túnel.

Una provocación que nos estimula a que participemos en la construcción del conocimiento, leyendo “activamente”, con una parte de asombro, respeto y admiración, la cual reconoce aportes y perspectivas; y con otra de cuestionamiento, duda y aprehensión, aquella que exige que no nos creamos a pie juntillas todo lo que ahí aparece, que busquemos nuestra perspectiva y nuestra posición al respecto. 

Que nos emplaza a que escribamos con humildad, sin preconizar que nos las sabemos todas, con la arrogancia antipática que aleja a los posibles lectores-activos, esa comunidad de interlocutores que seguirán pensando con, durante y después acerca de las cosas que a mí me dio por escribir para iniciar el diálogo.

Que nos acicatea para que entendamos la dificultad de abordar el mundo, la realidad o la verdad, o como sea que llamemos al vínculo que poseemos con lo que nos ocurre, a cada uno, a todos.

Para que haya gente que nos enseña algo, que nos muestra algo, que nos indica una vía, que comparte su pensar, que nos abre las puertas de su mundo, necesariamente tiene que haber un otro que se siente invitado a entrar, a pensar en tandem, a seguir el camino para ver dónde lleva, a voltear el rostro hacia un sitio insospechado, a escuchar con respeto y atención. 

Que el mundo esté lleno de prepotentes que se la saben todas y de fofos que no quieren saber nada es lo que hace la educación un simulacro cada vez más artificial.

“No tengo nada que aprender”

“No tengo nada que aprender”

Cada vez que escucho esta frase siento rabia, indignación y temor.

Y no me ocurre poco.  Es increíble la frecuencia con la que la pronuncian intelectuales, artistas, docentes y estudiantes.

“No leo para no contaminarme”, "Leer consume tiempo que tengo que usar para crear",  “La única forma de abordar un autor es desde la crítica y la deconstrucción”, “Para pensar con autonomía hay que deslastrarse de la tradición”, “Esa propuesta ya está superada”:  Estas son algunas de las frases en las que siempre creo escuchar la misma negación a aprender algo lo que otros han aportado.

Para empezar, en esta actitud me parece encontrar falta de humildad.   Los que la pronuncian parecen creer que han alcanzado un nivel en el que todo lo anterior a ellos ya no tiene validez, o que sólo la tiene como una curiosidad histórica, que sólo puede interesar a ociosos u obsesionados. 

Me parece que también encubre flojera.  Poco compromiso para el trabajo que implica investigar, comprender las implicaciones, los matices, la relevancia, los problemas, las aporías, las preguntas, las grietas, las ventanas que abre una obra cualquiera.

También me parece triste, porque implica que todos los esfuerzos que han hecho otros seres humanos por comprender su tiempo, comprenderse a sí mismos y comprender a los demás han sido en vano.

Por último conlleva el riesgo de descubrir el agua tibia.  Cuando se revisa el pensamiento y la obra de los que trajinaron antes de nosotros descubrimos sus intuiciones anticipatorias, sus innovaciones insuperables y lo que hay en ellas de eterno y siempre vigente.  Muchas propuestas que se creen "nuevas" o de "ruptura" tan sólo repiten con ligeras variaciones lo que los maestros de antaño ya habían planteado.

A todos aquellos que dicen que no tienen nada que aprender de otros habría que hacerles una simple pregunta, que le escuché a alguien por ahí, pronunciada con inocencia cáustica:

¿Si no tienes nada que aprender de los demás por qué los demás sí tendrían que aprender de ti?

Snobismos del profesor

Snobismos del profesor

El salón de clases era una cámara de agobio, húmeda y calurosa.

Un grupo de estudiantes llevaba unos 20 minutos exponiendo y yo había perdido toda esperanza de que pudiera resultar algo productivo de esta experiencia.  Sudaba resignado sobre mi escritorio, y los observaba con expresión neutra.

Como en otras ocasiones en las que me abrumaba el número, me resigné a escuchar sin señalar los dislates conceptuales, soportando como san Sebastián los flechazos inmisericordes. Prefería esperar a que pasara lo peor y retomar el tema al final, explicando desde cero.

Pero la última expositora desequilibró mi ataraxia.  Además de la confusión, el desorden, las contradicciones y las incongruencias, la chica destrozaba el idioma. 

Decidí que lo mejor sería corregir sobre la marcha, porque era más fácil que todos captaran dónde estaba el error.

Esperé al próximo dislate, y cuando dijo “nadien” levanté mi voz y le corregí: “nadie”.   Hizo un mohín de disgusto, y continuó sin inmutarse, mirándome como miran los adultos a los niños cuando tratan de interrumpir una conversación.

No me arredré, y cuando dijo “estábanos” le sugerí que lo correcto era decir “estábamos”.

Me miró de reojo y fingió impasibilidad, y de seguido soltó un “yo pienso de que”.

Por lo que la detuve y le aclaré: “pienso que”.

No entendió cuál era mi problema.  Debe haber creído que yo la estaba apresurando, porque remarcando las palabras, y acompañándolas de un sonsonete burlón, me dijo: “¡bueeeeeno!... Ya le voy a explicar… Yo-pienso-de-que…”

“No.  Así no es”, le insistí, “no uses el de que, se dice yo pienso que”.

Esto le pareció el colmo.  Agitó su cabeza lateralmente, con cierta coquetería regañona, mientras me soltó:

“Profe… ¡Usted si es sifrino!”

Otredad, diferencia y otras paparruchas.

Otredad, diferencia y otras paparruchas.

Está de moda.  Todo el mundo quiere ser “incluyente”, “holístico”, “integrador”, “trans-lo-que-sea”.  Todo el mundo se arrebata por mostrar que comprende a su vecino, que es empático, que respeta las creencias ajenas, que es solidario, que capta los matices de la vida, que escucha.  Puro cuento.

Sobre todo porque los “adoradores de la diferencia” rechazan a los que son diferentes a ellos: aquellos que creen que también existen ­—y son valiosos­­­— algunos elementos en común entre los humanos, entre las realidades, entre las ideas. Y que debemos luchar por estos valores.

Es una de esas modas que me provocan urticaria, y creo que esto me ocurre por cinco razones fundamentales:

1. No la entiendo: ¿Cómo pueden negar que los seres humanos tenemos algo en común? Fundamentalmente tenemos un punto de encuentro en el lenguaje.  El lenguaje nos une e implica necesariamente que hay un terreno común en el que logramos estar juntos.  Es verdad que hay muchas cosas que también nos separan, que hay perspectivas, creencias, prejuicios, contextos, culturas, valores: una innumerable gama de matices acerca de cómo nos relacionamos con el mundo.  Obvio.  Es así.  Eso hace la cosa al mismo tiempo difícil y fascinante, complicada e interesante. 

Pero el caso es que no nos daríamos cuenta de la multiplicidad si no existiera unidad y viceversa.  Negar cualquiera de las dos no sólo me parece tonto sino incomprensible. La discusión deriva siempre en una denuncia, o en un acto reivindicativo contra los pensamientos “imperialistas” y “colonizadores” (lo que me suena a bla-bla izquierdoso y resentido), de unos tiranos falogocéntricos, o de los miembros de una Gran Conspiración que quiere que todo sea Lo Mismo. 

2. Es una pedantería: los que siguen esta moda parecen no saber que el problema de la unidad y la diferencia fue planteado por Heráclito hace ya más de 2500 años, y que no ha dejado de ser discutido desde entonces.  Unos abogan por la mismidad, otros por la diferencia, otros por complicadas combinaciones entre las dos.  Lo extraño es que no parecieran darse cuenta de que la realidad es así: hay cosas comunes y compartidas, hay cosas únicas y diferentes, y todo está hecho de la misma manera.  No hay nada que hacer.  Si preferimos una cosa o la otra, eso es problema de cada quien.  Pero tendremos que lidiar con “lo otro” si preferimos “lo mismo”, y con “lo mismo” si preferimos “lo otro”. El problema es que los “Otredosos” están de moda, y miran al resto desde su torre de marfil,  con piedad y conmiseración.

3. Es peligroso: creer que lo único que importa es la diferencia es, en sus últimas consecuencias, luchar por el aislamiento, o cuando menos por un aislamiento compasivo. 

Si no hay cosas en común, no tiene sentido la educación, ni el gobierno, ni el arte, ni nada de lo que el ser humano haga para el ser humano.  Los enemigos de la maligna “Mismidad” piensan que yo no tengo nada en común con Mozart, porque un alemán no tiene nada que ver con un venezolano, porque es infinitamente diferente a mí (Levinas), porque su contexto y su cultura son incomprensibles e inconmensurables con la mía. Entonces, cuando trato de hacer que mis estudiantes aprecien el jazz o las obras de Picasso los estoy violentando, los estoy agrediendo a golpes de “mismidad”.  Es “fascista” mi pretensión de que la genialidad de Gabriel García Márquez estriba en captar aquello que es “común” en la humanidad, utilizando para ello una voz “diferente”, que encanta y seduce de igual forma a un colombiano o a un finlandés.  Es elitista que yo crea que hay seres humanos que lograron escuchar la fibra esencial del ser humano y la expresaron desde una forma rica en matices, desde una intensidad no expresada, desde un tono novedoso, porque, según ellos, exactamente lo mismo hacen los latinoamericanos Wisin y Yandel, que serían unos “otros” menos diferentes, y que estarían más cerca de mí con su vulgaridad, su mecánica repetición de superficialidades, sus valores empobrecidos, su corporalidad reducida al movimiento de las caderas y la exposición de los genitales.  (Es criminal mi pretensión de que las vuvuzelas acaban con una parte hermosa, y común del fútbol como evento colectivo: los cánticos, las exclamaciones, los abucheos, las aclamaciones.  Las vuvuzelas, en  toda su maravillosa diferencia, aíslan, impiden la comunicación, atormentan).

Pero en última instancia, la dictadura de la diferencia puede conducir a una irresponsabilidad criminal: dejar todo  como está, no luchar por buscar objetivos comunes, no cambiar nada porque no sabemos qué pueda ser mejor, no enseñar nada porque es imposible saber lo que cada quien necesita, no buscar órdenes o jerarquías porque implicarían dejar de lado o privilegiar, no tratar de aprender del otro porque él es su diferencia y yo soy la mía, sin nada que nos una, no hacer nada por el otro porque en última instancia nada que le pase a él me puede pasar a mí, que soy diferente.

4. Ensucia el ombligo: Los adoradores de lo Otro tienen como objetivo principal alejarse de “la Mismidad” y buscar la diferencia, que es la verdad única.  No explican por qué terminan hablando de esa verdad con los mismos conceptos, el mismo lenguaje, la misma lógica, la misma gramática y en los mismos espacios en los que habla la Tradición, que a fin de cuentas, lo que busca conservar es lo que comúnmente es valorado.  Pero lo hacen, y se aplauden a sí mismos, y se congratulan.  Y no logran sacarse el dedo del ombligo para darle la mano al “Otro”.    

Resultaría gracioso (si no fuera tan dañino, como dice Serrat) que la significación que se “pierde” en toda nuestra negociación con la realidad, por medio del lenguaje, también es algo común.  Todos la experimentamos, y eso no nos frena de seguir intentándolo, y más bien en ello radica lo que tiene de hermoso el arte, las relaciones humanas, la educación, la ética y la política: la confianza en que podremos entendernos, tocarnos, llegarnos, ubicarnos, explorarnos.  La convicción de que hay algo más allá de mi ombliguito, y de que ese algo no es “absolutamente otro”.

5. Es contradictoria: los cultores de la otredad adoran la diferencia pero odian a los que son diferentes a ellos: a los que consideran que también hay mismidad.  Es decir, una diferencia inaceptable es que alguien crea que hay algo igual.  Los “Otredosos” dicen que no tienen nada que aprender de “otros” filósofos y escritores, pero quieren que lean sus textos, porque ahí si está la verdad acerca del mundo.  Odian la Modernidad porque consideran que su proyecto fundamental es reducir “todo a lo mismo”—opinión que es un estúpido reduccionismo en sí—, pero también se sienten ajenos a la posmodernidad porque ella denuncia los simulacros en los que ellos también juegan a ser serios. Piensan que la universidad es el reino de la mismidad, de la imposición del currículo de “lo mismo”, pero “trabajan” (entre comillas, porque eso de cumplir horarios, organizarse o planificar es de los sometidos al tiempo mecánico e igualador de la modernidad) y ganan sus sueldos de la Academia.  Les parece ridícula la mismidad  del método científico, pero sus investigaciones están todas enmarcadas en una serie de ritos iniciáticos, pasos rígidos, extremadamente puristas e inflexibles, que garantizan alcanzar la verdadera verdad misma.  Dicen estar abiertos al mundo pero lo miran altaneramente y con cierto desprecio por no haber captado la grandeza de su mensaje.  Aunque ahora todos hablan de “diferencia” cada secta cree que sólo ellos saben exactamente lo que es la diferencia, y los “otros” están equivocados y contaminados con “la mismidad”.

Habría que decir, tal como lo plantea Zizek, que los humanos vivimos como en una película The Matrix pero inversa. 

En la película, los personajes viven en una realidad virtual, sospechando continuamente que existe una realidad real.  Pero nosotros vivimos  en la realidad real, sospechando continuamente que estamos engañados por una realidad virtual.  Precisamente, para los cultores de la diferencia como verdad absoluta, la realidad virtual que nos engaña, que proviene de un Otro poderoso y engañador, sería la existencia de lo común. 

¿Y si nos dejáramos de paparruchas y tratáramos de educarnos para entender, apreciar y disfrutar lo común y lo diferente?

¿Y si lucháramos para garantizar políticamente lo mismo y la diferencia, lo público y lo privado, lo propio y lo común?

 

La Pedagogía Positivista.

La Pedagogía Positivista.

Supongo que en toda universidad hay rivalidad entre facultades y departamentos.  Esto que voy a relatarles, aunque no tengo muy claro sus relieves, proviene quizás de la parte ideológica de esa rivalidad, pero no estoy seguro, y por eso dejo aquí mis preguntas. 

En una asamblea llevada a cabo en el Aula flexible de la UPEL-Maracay el día jueves 20-05-10, en la que se quería explicar una de esas sesudas diferencias del lenguaje, en este caso entre “secuestro” y “toma”, con relación a los eventos ocurridos en el en Caracas, en el Rectorado,  se dijo, entre otras cosas,  que los profesores del Departamento de Componente Docente somos positivistas.  Yo no tuve el gusto de estar presente (estaba dando clases, imagínense ustedes, que mala excusa).  Pero me llevaron el chisme y quedé lleno de dudas.  SOMOS POSITIVISTAS…

 Así, sin explicaciones.  Proferido como un insulto.

Somos los hijos bastardos de Comte.  Somos las excrecencias de Vallenilla Lanz y su Cesarismo Democrático.  Somos los mocos del Círculo de Viena.

Habría que saber por qué lo dicen. 

¿Será porque luchamos contra las supersticiones, las falsas creencias, los mitos y los dioses de cualquier ralea? ¿O será que hemos intentado que no crean en ninguno de esos que viene a decir que son el Mesías, que es insustituible, que escucha la voz del pueblo, que va a conducirnos al paraíso? Como diría Buñuel, “Gracias a Dios, yo soy ateo”.

¿Será porque hacemos exámenes? Sí.  Lo confieso públicamente: yo he osado hacer exámenes.  Aunque sé que está tácitamente prohibido.  Mis alumnos se apresuran a decirlo: “Profe, yo tengo 4 años aquí y todavía no me han hecho un sólo examen”.  Ergo, los exámenes tienen que ser malos (un millón de moscas no puede estar equivocadas).  ¿Por qué lo hago, Dios mío, por qué? Está bien, confieso de nuevo: creo, fíjense ustedes, que existe algo así como el conocimiento mínimo, algo que todos deberíamos retener en nuestras memorias (imagínense ustedes, que violento, guardar datos en la memoria, como para acabar con toda una generación por cortocircuito cerebral) y usarlo para resolver un problema que se les propone.  Sadismo puro.  Yo, por ejemplo, quisiera que mis alumnos supieran que Platón escribió el Mito de la Caverna, y que en él trató de reflejar las raíces de la ignorancia y la injusticia de la especie humana.  Y quisiera que no lo confundieran con otro libro famosísimo: El Secreto.  Soy un torturador, un tirano, un fascista.  Lo sé.

¿O Será que nos dicen positivistas porque consideran que somos autoritarios? Yo, por ejemplo, me considero una autoridad en mi clase.  Para eso estudio muchísimo, investigo y preparo cada detalle.  Dejo, obligo y hago que mis estudiantes participen, creo en una “comunidad de investigación” como la de Freire, pero estoy preparado para intervenir en esa comunidad a cada rato, para direccionar, para aclarar, para complementar, porque se supone que soy el que más ha trabajado el tema, el que lo conoce mejor.  Es más: construyo esa comunidad con dudas, problemas, preguntas, cuestionamientos.  Soy verdaderamente tiránico en eso de que no se conformen, que no crean que resolvieron el asunto con un “bueno, yo opino que…”.  Les ordeno que argumenten, que sustenten.  Les pido que imaginen, que construyan, que creen conceptos para tratar de explicar los difíciles asuntos humanos.  Los mangoneo, los emplazo, los cuestiono.  Los conozco por su nombre y les pregunto directamente: ¿tú qué piensas?  Soy pues una mezcla de dictador, con torturador, con cobrador de impuestos.

¿Será porque creemos que todo es medible?  Yo por ejemplo creo que un buen profesor se mide.  Se mide por el número de clases que da.  Por el tiempo (en horas, minutos y segundos) que le dedica a sus alumnos (y no me vengan con esas pamplinas de “tiempo de calidad” con el que algunos disfrazan pocos minutos y muchas sonrisas y “miamores”).  Porque cumple con los objetivos de su programa, sin piratearlos, sin sustituirlos por un “taller”.  Un buen profesor se mide por su puntualidad, la cual a su vez depende de un número de minutos en los que empieza y termina su clase. 

Pero además creo que es importante planificar, organizarse, ordenar las cosas.  Me da un poco de pena decirlo, pero creo que deberíamos… ¡Ser eficientes! Cumplir plazos, diseñar estrategias y, perdonen la grosería: rendir cuentas.

Visto lo que acabo de sacarme del pecho, es posible que mis colegas tengan razón.  No es que TOOOOODOS los profesores de Componente Docente hagan o piensen como yo, pero basta una manzana podrida… 

En todo caso yo voy a ser de verdad positivista (el positivismo bobo del Comte que vino después de conocer a la boba de Clotilde) y voy a repetirme una y otra vez: todo va a salir bien, todos nos vamos a querer mucho, todo está ocurriendo de la mejor manera para la humanidad y para la educación, todo va a mejorar, todo depende de que yo sonría mucho, el futuro es brillante, vas a lograr todo lo que te propongas, no importa si no sabes nada: lo importante es que de verdad quieras lograrlo, todos tus sueños son posibles, el universo conspira para que logres tus propósitos cuando lo deseas muy fuerte, todos quieren lo mejor para la universidad, todos son buenos…

Mensajes en el vidrio trasero.

Mensajes en el vidrio trasero.

Me fastidia un poco la cursilería de moda, tontísima como todas las modas, de rayar el parabrisas trasero del carro con el anuncio de la graduación de algún ser querido.  Que en la familia ahora haya  un ingeniero, una abogada, un maestro o una enfermera es motivo de orgullo y pavoneo.

 

Creo que lo que más me molesta es la exclusión.  Si la cosa es ponerse a cacarear, les sugiriero las siguientes celebraciones, que harían de la tonta costumbre, toda una expresión del justo aprecio a otros grandes logros sociales:

 

·         ¡Mi abuelo ya se jubiló!

·         ¡Mi hermana dejó las drogas!

·         ¡Mi hijo salió del closet!

·         ¡Mi mamá salió de la cárcel!

·         ¡Mi esposo se operó y ya es mujer!

·         ¡Mi mujer ya no ronca!

·         ¡A mi hija le vino su primera regla!

·         ¡A mi hijo le salió el bigote!

·         ¡Mi tía consiguió un novio con empleo!

No se contenga.  Sus familiares necesitan de esta bella motivación para seguir avanzando en la vida.

República Bolivariana de Venezuela es temporal.

República Bolivariana de Venezuela es temporal.

A Vanessa Davies, con respeto inesperado y seguramente inmerecido.

Cónsono con el estilo general del entorno oficialista, Vanessa es prepotente, antipática, agresiva y autoritaria.  Pero todavía conserva la capacidad de hacer preguntas interesantes, reflejo de periodista que podría, tarde o temprano, causarle los mismos problemas que a Vladimir Villegas. 

Recientemente le escuché inquirir a un personero del gobierno lo siguiente: “Hay gente que no acepta que la educación sea bolivariana, bien porque no le gustan las ideas de Bolívar o porque les parecen anticuadas, o por cualquier otra razón… ¿Qué les respondería usted a estas personas?”  Buena pregunta.  Recoge, como debe hacerlo un buen periodista, las inquietudes de la calle.  Yo sólo escuchaba el programa, y por eso no sé si el entrevistado puso cara de ponchado en el noveno, con tres en base y perdiendo por dos carreras, o más bien de sobrado y satisfecho cuando respondió: “Eso es como cuestionar que el nombre de nuestro país sea República Bolivariana de Venezuela”. 

¡Carajo! Eso mismo es… No hace falta decir más.

República Bolivariana de Venezuela.  Uno se pregunta por qué demonios a nuestro país le tocó llamarse así.  Me recuerda los extraños nombres compuestos que están tan de moda: Ernifer, Yamirena o Carliguño.   Y por otra parte es asombroso que sólo se nos haya ocurrido a nosotros, ocurrentes pobladores de la Pequeña Venecia (¿Será que tener un nombre derivado nos marcó para siempre?) ¿Por qué  no existe también una República Bonapartiana, o Washingtoniana? Al fin y al cabo, esos señores también tienen su estatura y su porte para lo histórico, por más retacos o desdentados que fueran.

Pero el asunto es que, ni mucho menos, a ningún tipo de educación se le llama Cesariana o  Cromweliana.  Ni siquiera se le pone el nombre de los grandes pensadores de la educación.  Uno puede conseguir instituciones que honran sus nombres, estilo “Colegio Montessori” o “Liceo Simón Rodríguez”, pero a nadie se le ha ocurrido bautizar todo un sistema educativo como roussoniano  o freiriano, por mucho que sus ideas contribuyeron enormemente con el debate educativo.  A nadie se le ocurre tamaña estupidez sencillamente porque, precisamente, lo que hicieron esos grandes hombres fue un aporte para la pedagogía, es decir, la reflexión acerca de lo educativo, sin pretender totalizar, sin quererse exclusivos, perennes o definitivos.

Claro, para entender las sandeces de los que nos gobiernan, hay que juntar las piezas.  Navarro, nuestro flamante ministro de Educación lo dijo muy claro: al final del proceso educativo tenemos que lograr obtener muchos Huguitos Chavecitos a partir del maleable material infantil que entra todo amorfo y capitalista en las escuelas.

Así lograremos, con un cambio mínimo, que el nombre de nuestro país, por ahora poco inclusivo, se transforme en un universal: República Chaveciana de Hugosuela.