Mudado

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Hemos sudado por lo menos 10 horas para atravesar esta llanura hueca como una calavera. Tenemos el cuero seco y la lengua llena de polvo.
Llegado el atardecer, cuando comenzábamos a delirar, el paisaje cambió bruscamente y vimos a lo lejos grandes peñascos rodeados de vegetación. Pero antes de ver, la primera sensación llegó a nuestras narices con el olor espeso de tierra y humedad.
Un caudaloso río torcía su cauce en curvas ociosas, jugando a saltos de cascada y reposando en charcas en las que se veían minúsculos habitantes que nadaban con un jactancioso despliegue de colorido.
Eufóricos, soltamos la carga y corrimos hacia el agua dejando un reguero de ropa, bultos y aparejos en el trayecto. Los animales corrían a nuestro lado, pero no lograban adelantarnos, o respetaban nuestra desesperación.
Más tarde, arrugados de tanto remojar, encendimos el fuego y nos preparamos para cenar.
La transición entre el erial y el oasis disipó las aprehensiones y relajó los cuerpos. Una alegría infantil nos vació el pecho y la garganta. Tumbados, barriga llena, con los cabellos aún mojados, fumando y bebiendo, comenzamos a recordar lo que habíamos dejado atrás, dulcificado en la distancia.
“Cuando uno emigra pierde cuatro raíces”, dice Salman, sonriendo con melancolía. “Pierdes el idioma en el que aprendiste a amar, pierdes esos amores, pierdes las costumbres con las que te movías y pierdes el espacio en el que lo hacías”.
“Fíjate que yo extraño cosas tontas…”, interviene Milán, que habla sin levantar la vista, tocando los carbones al rojo vivo con una ramita que se enciende de inmediato, y que luego sopla haciendo una pequeña “o” con sus delicados labios, para quedarse viendo las volutas de humo con delectación.
“Un banco en el que me sentaba a tomar el último rayo de sol al salir del trabajo, el olor del café tal como se concentraba en la cocina de mi casa en las madrugadas, el sonido del tranvía cuando tomaba la curva en el parque de las Gracias y las hordas de perros callejeros, todos de distinto tamaño, colores y marcas del pelaje, que venían a jugar cerca de la escuela por las mañanas”.
“Lo malo es cuando te vuelves un extranjero en tu propia ciudad”, intervengo yo, con la elocuencia que me nutre el vino. “Cuando no entiendes lo que dice la gente que parece odiarse al hablar, cuando se te mueren los amores o te traicionan. O cuando se mueren porque te traicionan. Cuando las costumbres te parecen insoportables y te condenan al aislamiento en tu propia casa, cuando los espacios en los que estabas acostumbrado solazarte se han vuelto hoscos, o están en la ruina, o huelen a podrido. Entonces te vuelves un extranjero en tu propia ciudad, o más bien, si me disculpan, un intranjero”.
“…y yo siempre estuve intranquilo”, agrega Jonás, que a veces pareciera hablar desde otra conversación. “…con ganas de alejarme y con miedo de hacerlo. Hasta que pasó un circo, o una caravana de gitanos, o un vendedor de tapices turcos, y agarré un libro, una armónica y me eché a andar, sin decirle nada a nadie.”
Pedro carraspea, anunciando que quiere decir algo, y apura un traguito de ron de su frasco. Y luego habla despacito:
“Yo tardé mucho tiempo en darme cuenta de que me había ido. Tendría que decir que una parte de mí se fue casi de inmediato. Pero siempre hubo como un resto. Me di cuenta del desdoblamiento un día en que estaba recogiendo en una caja algunos trastos que no me iba a llevar. Una parte de mí estaba ahí, demostrando gran sentido práctico, con gran seguridad acerca de las cosas que se llevaría y lo que se tendría que quedarse.”
Pedro suspira, y mira hacia atrás como si esperara a alguien, y luego continúa: “Y de pronto reparó en que allí también estaba otra parte de mí, asustada y con ganas de no moverse jamás de la casa. Con ganas de arrellanarse, de repetir los gestos hasta la ruina, de acostumbrarse. Mucho después, la primera vez que esa parte sedentaria de mí se sintió a gusto bajo otro cielo, acurrucándose mientras miraba las estrellas, supe que ya no iba a regresar jamás”.
Nos quedamos todos en silencio, como si el fuego quemara los ecos dentro de nosotros, y estuviéramos tratando de protegerlos.
Después nos fue ganando el sueño, sin avisos ni resistencias.
A la mañana siguiente recogimos agua, y aún sin decir nada, comenzamos de nuevo a andar.
Unos juran que nunca ha estado aquí
que es sólo un refugio de la fragilidad
cuerpo heroico anhelado
siempre por llegar
volando
a por nosotros
(como un superhombre)
otros sueñan con su regreso
y hablan en lenguas
sobre un explorador amnésico
que camina por las nubes
calculando
la eventualidad del paraíso
al contar las cicatrices
y los cardenales que le dejó
su noviciado por la piel
y también hay quien piensa que se distrajo
con las rezongas del mercado
o en chácharas de plaza
con vagabundos y rameras
ayunando
en compañía de los que luchan
por unas magras reivindicaciones
haciendo estigma con sus fluidos
o escaramuzas bajo el sol
hasta quedar exangüe
bajo la sombra de dos ramas en cruz
en un bosque a punto de ser talado
regenerando
un espacio para lo perecedero
en los mercadillos de algún templo
minando
las bases del poder
con el que nos obligan a comulgar
(Cuentan que por las tardes toca la chirimía
mientras espera con paciencia proverbial
a los que se acuestan como las gallinas
y los que persiguen estrellas fugaces
para que se libere un rinconcito tranquilo
cerca de la lumbre del hogar)
Sea como sea y su curiosidad
creo y después me preocupo
punzo-penetran las dudas
que me dejan tergiverso
en los rezos del insomnio
y me ponen a revisar
las desangeladas cuentas
de lo que hemos olvidado
¿cómo viviremos la diferencia
entre una purga espiritual
y el arrebato místico
entre la tiránica homeopatía
y el milagro de la sanación
entre las ofertas engañosas
y la multiplicación de los peces
entre el caudillo carismático
y el Dios encarnado?
¿cómo sabremos saber
si sus palabras son las que son
y no la sagrada ortopedia
que saca millones por cada muñón
y nos vende almas de infomercial
con premuras que habría que reservar
para la conservación de la carne
de cara a este deterioro?
¿cómo creer que ese amor quiere
para nosotros la eterna felicidad
y no un suicidio en horario estelar?
como una hecatombe de borregos
o el purgatorio de los errabundos
escenificando
redenciones paródicas
mientras prohombres y efigies
construyen sus imperios de formol
y hacen malabarismos con los intereses
de treinta monedas bien administradas
y todo lo que se puede diezmar
entre los compromisos y las omisiones
¿Cómo aceptar la inocencia
y librarnos del cinismo?
¿cómo sosegar la sed
de sangre con espinas?
Que así no resucite
porque tendremos linchamiento
en tribuna pública y sin tribunal
con falsos testimonios
y verdad adúltera
con desintoxicaciones forzadas
en los asilos del extrarradio
y trepanaciones
del aura que no se deja mitigar
discrepancias con la realidad
que le serán medicadas
Y durante un domingo sin fútbol
el mutante será desvestido
en subastas de caridad
por modelos anoréxicas
con los bolsillos llenos de rocas
o por ladrones protegidos
con el manto purpurino de la popularidad
mientras perdona su deshidratación
bajo las luces de los flash
Y tendrá los pudores escarmentados
bajo el sol de los folletines
le alcanzará la filosa lanza de la ironía
y se escuchará restallar
el látigo de la incomprensión
mientras regalan manzanas y elucubraciones
bien intencionadas
a las madres y los empedernidos
Todo esto por haber osado
un contrapeso por la dignidad
sin ningún propósito de enmienda
cuestionando
esos monumentos perversos
con los que matamos a los dioses
para luego piratear
el origen y lo creado
con ejercicios de relajación
y abundantes drogas de diseño
con repeticiones eternas
y postraciones ideológicas
con la distracción
de las masas pre-cocidas
que coagulan con el poder
para traicionar la fe
y sacrificar la razón.
Una tarea filosófica ineluctable tiene que ver con escudriñar en lo que está establecido, cuestionar lo aceptado por todos, y muchas veces reivindicar lo que ha sido legado al olvido.
Es pues, un ir contra la corriente del flujo “normal” de las ideas, revisando lo que está autorizado y haciéndole preguntas incómodas a quien lo autoriza, esto es, incomodando a la autoridad.
El que detenta la autoridad siempre desea que sus afirmaciones sean tomadas como absolutos, como blancos que definen un enemigo en negro, como órdenes que deben ser aceptadas sin chistar e incluso difundidas e impuestas con pasión fanática.
De ahí que a los autoritarios les moleste sobremanera esa actitud propiamente filosófica de matizar los extremos, de minar las certezas, de escuchar las perspectivas que perciben las cosas de forma diferente, de sólo aceptar argumentos lógicos, razonados y basados en concepciones de la realidad que puedan ser contrastadas y a su vez discutidas.
El leer filosofía, y luego el pensar y conversar desde un plano filosófico te exige autonomía, y por ello un esfuerzo real por revisar los conceptos en los que basas tus convicciones. Te exige ser capaz de comprender y ser empático con los planteamientos diferentes al tuyo, para recorrer con más amplitud las cuestiones que a todos nos importan, y buscar soluciones más densas y mejor estructuradas. Hacer filosofía consiste en cuestionarte, revisarte, buscar soluciones a lo que no te cuadra, y saber comunicarlas para continuar con el debate, de manera que otros puedan contribuir a enriquecer tus propuestas con refutaciones, o nuevas ideas. En última instancia, es voluntariamente desautorizarte a ti mismo para seguir pensando lo que ya considerabas sólido o bien elaborado.
Todo esto exige sociedades abiertas a la discusión, la confrontación, la crítica y el debate. Exige líderes bien preparados que saben que la verdad es un camino a partir del cual surgen acciones en determinado momento, y que el asegurar que ellas sean aceptables o convenientes requiere de un pensar bien estructurado y creativo.
También exige ciudadanos exigentes, que no se dejen convencer con “pan y circo” ni espejitos de colores, y que constantemente estén revisando su contribución a la sociedad, pero pidiendo a su vez que el papel de las autoridades sea el de sumarse al impacto de las contribuciones que todos podamos llegar a hacer para mejorar nuestras interrelaciones.
No es de extrañar que la filosofía cuente cada vez con menos apoyo para garantizar su presencia en el sistema educativo, y sea ella la que termine por estar desautorizada.
Olvidas partes de ti
regadas en el te fuiste
vuelves con el cuerpo
y dejas el alma como un ancla
vives en un presente sin sal
y endulzas el pasado
te vas doblando al hacer las maletas
pero te quiebras en la despedida
ausencia doquiera estás
y siempre allende tu presencia
comienzas a planificar el regreso
desde el momento de la llegada
te duermes pensando en lo que dejaste
y despiertas soñando que ya estás ahí.
Recientemente participé en un foro acerca de la vejez. Aunque en mi ponencia bromeé acerca del hecho de que todos nos negamos un poco más o menos a envejecer, o en todo caso a pensar acerca de la vejez, ya le había dedicado algunas lineas al tema. Existe toda una ética de envejecer, una tradición de reflexiones acerca de las mejores maneras de hacerlo. Cicerón y Montaigne, por ejemplo, le dedicaron hermosos textos a la cuestión. En ellos se inspira mi ponencia, que dejo aquí a disposición de quien quiera usarla de abreboca para otras lecturas.
Juan Carlos mencionaba hoy en su twitter un concepto que tenía muchos años sin recordar. Lo hacía a propósito de los cacerolazos: "vamos a poner a vibrar el kokoro".
De este concepto hablamos mucho en nuestra juventud. Provenía de un libro de aventuras de Eric Van Lustbader llamado White Ninja. Uno de esos best-sellers sin mayor trascendencia que nos encantó leer porque estaba muy bien narrado, con una acción trepidante y un erotismo subidísimo de tono.
Pero de lo que hablábamos mucho en aquel entonces era del kokoro. Esta palabra japonesa significa "corazón", y Van Lustbader la usaba para referirse a una especie de membrana o núcleo interno de la realidad que uno podía llegar a modificar. Lo cito:
"Existe una membrana en kokoro, el corazón de las cosas. No es un órgano que late, bum-bum, bum-bum, bum-bum, como tu corazón o el mío lo hacen. Es un campo de energía que puede ser influenciado por la manipulación de fuerzas dentro de nosotros mismos. Los caminos son dobles: ritual y meditación. Acciones ritualizadas y pensamientos meditados. Ambos focalizan la energía, enganchándola en un rayo concentrado que puede ser golpeado contra la membrana de kokoro, excitándola, ejerciendo influencia. Los caminos deben ser repetidos una y otra vez. Mientras más duran estas repeticiones, mayor es la excitación de la membrana kokoro, y mayor es la energía creada".
Seríamos pues como 7 millones de ninjas de la cacerola.
Rousseau decía que estar en democracia implicaba aceptar que en algunos momentos las concepciones o ideas de un grupo iban a regir el destino de la nación, y que había que apoyarlas, sin que eso implicara que uno dejara de luchar por el que otras concepciones y otras ideas tuvieran su chance de ser aceptadas por la mayoría.
El problema es que hay algo sumamente difícil de digerir en esta alternancia democrática. Muchas veces cuesta aceptar que el otro este escogiendo esas concepciones e ideas porque las ha reflexionado. Nos parece que cuando escoge no lo hace en función del bien común, sino por razones más espurias. Y con mucha frecuencia lo mismo sucede en ambos bandos en disputa.
Ambas partes pueden aducir que el otro es un ignorante, o que se deja manipular, o que cree en una opción seductora pero que en el fondo es maligna.
De ahí que es un diálogo con el espejo y no hay forma de avanzar.
Los comeflor dicen que tendríamos que hablar de lo que tenemos en común: el país. En la práctica es inútil porque siguen siendo dos visiones contrapuestas en el contenido, y que sólo coinciden en que cada una afirma que la suya es la correcta y la otra conduce al abismo y la destrucción.
Los más radicales dicen que la única solución es la violencia y el horror de la guerra. Aniquilar al otro y sanseacabó, no más discusiones.
Los más desesperados optan por irse, coger sus bártulos y buscar una sociedad menos enferma, donde la gente haya llegado por unas vías u otras a entenderse y a aceptarse.
El sueño sería encontrar una especie de clave oculta del conflicto: un argumento que no pueda ser devuelto automáticamente, en la típica respuesta, un poco infantil, "tú eres el que está equivocado, el inmoral, el inmaduro".
Este planteamiento quitaría la piedra de tranca, y llevaría a todos los involucrados en la elección a darse cuenta de que la verdad, parte de ella, o algunas verdades acerca de las posturas en juego podrían ser dilucidadas siguiendo ese argumento no-reversible, ese "argumento asimétrico".
En nuestro caso, por ejemplo, el progresivo deterioro del país no sirve de argumento asimétrico. El gobierno culpa a la oposición de sabotaje, y la gente se lo cree (es tan fácil echarle la culpa a una conspiración invisible). O simplemente dice que el dinero se está utilizando para ayudar a los más desfavorecidos y no da para tapar los huecos y limpiar las calles.
Tampoco sirve plantear que el gobierno manipula a las masas (con dádivas o amenazas), porque desde la otra orilla nos gritan que el capitalismo perverso seduce a las masas con sus falsos paraísos.
Si se afirma que el gobierno favorece lo irreflexivo, inmaduro, fanatizado y casi religioso en las decisiones políticas, los revolucionarios plantean que los medios de comunicación le han lavado el cerebro a las personas, o que las clases dominantes han destilado su veneno en el alma de los desprotegidos.
No funciona como argumento señalar los abusos de poder por parte de los gobernantes, porque se nos contesta con acusaciones de abuso de poder por parte de la burguesía.
¿Cómo conseguir el argumento asimétrico? ¿Cómo dialogar con el otro para que escuche otras razones sin desecharlas mediante un simple rebote acusador? ¿Cómo crear ideas que desarmen las posturas enfrentadas, que despolaricen los análisis, que minimicen las diferencias y nos emplacen en un territorio donde podamos movernos sin mostrarnos los dientes?
Es posible que encontrar estos argumentos sea una labor de paciencia, de construcción progresiva, una cuestión de reflexión constante, de diálogo plural, de educación, de discusión pública, de activismo desinteresado, cosas para las que, desafortunadamente, muchas veces no tenemos tiempo, ni ganas, ni fuerzas, en esta forma que tenemos de relacionarnos desde la superficie y el apresuramiento.